Desaparecieron
las adoquinadas
calles de mi infancia,
sus fanales de
luz amarilla,
sus pequeñas
tiendas umbrías,
sus bares de
radio y dominó, salas de estar del barrio;
sus
limpiabotas, sus serenos,
sus niños
jugando a la pelota
junto a la
fuente de agua.
Ahora,
una baba negra
de asfalto cubre los adoquines,
una luz azul
de neón hiela los escaparates y los bares,
y el mercado
de abastos ya no huele a fruta y a pescado;
ahora es un
supermercado
de productos
Nestlé y Monsanto retractilados en plástico.
Y ya no hay
cines, ni librerías, ni castañeras, ni kioscos,
ni zapateros
remendones, ni talleres de reparación de radios.
Desaparecieron
las prostitutas de Las Ramblas,
las pajarerías
también han cerrado,
las castañeras
sudan en manga corta,
en los
balcones ya no hay geranios,
ni sábanas secándose
al sol en los terrados.
Y los vasos de
cristal ahora son de cartón,
o de papel, o
de plástico,
y los que siempre
fueron mis vecinos se han mudado,
ahuyentados por
alquileres demasiado caros.
Esta ya no es
mi calle, ni mi ciudad, ni mi barrio;
mi ciudad ya
sólo existe en el pasado.
Esto sólo es
un decorado
donde los
turistas abrevan, defecan y se toman fotos
entre franquicias
de comida rápida
y tiendas de
souvenirs o de helados,
y los
especuladores se frotan las manos,
contentos por las posibilidades del negocio
de vender pedazos de la carcasa
del cadáver de
nuestro pasado enterrado.
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