Es mejor que te abroches bien los zapatos,
pero igualmente se te llenarán de arena
una vez hayas bajado
por las lacerantes rocas de espuma gris como la ceniza que
hace sangrar,
una vez estés de pie
donde rebaños de
ovejas ronronean como grandes gatos cansados de lamer la yerta soledad dorada
y las esponjosas melenas verdes
con sus lenguas cansadas y azules
cubiertas de saliva blanca.
Más tarde, cuando el viento dibuje en tu piel con su lápiz frío
y el ocaso acaso se desparrame como la yema herida de un
huevo roto,
ella bajará a la playa deslizándose etérea sobre
una concha de Venus tornasolada de aceite o de semen
meciendo un cráneo de cobre bruñido.
Y el cerebro será una
pálida tos,
y el niño tratará de volar hacia los chillidos blancos,
pero el polvo muere y muerde y desciende con desgana
inevitable
dibujando el fantasma de un castillo gris
en el aire de la
habitación cerrada del niño muerto en la playa,
siempre la playa.
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